Por Patricio Marcos
Durante el siglo XVII se verifica
en Inglaterra La Batalla
de los Libros, historiografía británica para encubrir el ataque encarnizado
contra la sabiduría Antigua, a cargo de los saberes y las artes serviles de la
modernidad. Esta batalla anticipa el triunfo de la pujante oligarquía británica
contra la aristocracia en decadencia, cuya temática es determinante en este
futuro que vivimos hoy del globalizado planeta azul. Así, llegamos hasta donde
hemos llegado al cabo de más de 300 años, ahora que el dinero es todo menos lo
que fue en el mayor periodo de la historia humana. Este enfrentamiento descifra
el misterio de saber si es lícito o no cobrar dinero por prestar dinero. La
victoria, decidida de antemano, dio el triunfo al rédito o interés, idea
atrabiliaria y demencial sancionada por la Iglesia Católica
con posterioridad, al decretar que la tasa del cinco por ciento de interés
anual, aparte de justificada, no puede considerarse agio, algo que la Santa Sede condena
durante centurias.
¿No podríamos considerar también
al interés una innovación prodigiosa, prodigiosamente luciferina? Al hijo del
dinero los griegos lo llaman con sal ática tokón, primogenitura o retoño. Por
eso los merolicos de todos los tiempos respaldan, con entusiasmo, esta
charlatanería que ha logrado vender, como la cosa más natural del mundo, la
existencia de un ADN del dinero, genoma incluido, con una fertilidad natural
que le otorga una capacidad de reproducción con sólo yacer con su amante, el
tiempo, con quien copula segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, over
night, por meses, años y centurias.
Una vez que se generaliza esta
práctica alucinada, el signo numismático obtiene su connotación presente, pues
de ser estéril naturalmente, adquiere, contra natura –nunca mejor empleados los
latines–, la potencia de un progenitor dedicado a follar insaciablemente, con
prisa y sin pausa. Es el dogma del capital financiero, pontífice de las
finanzas y los financieros, listos para ejercer el oficio profesional de
celestinaje: calculadora en ristre, operan de casamenteros de dineros ajenos.
Según su jerigonza, “matchean”
los dineros aportados por el enjambre de depositantes, sus proveedores, mismos
que prestan a quienes convierten en sus clientes o acreditados. Para todo
efecto práctico, es gente que vive de lo ajeno, piratas con patente de corso,
autorizados por casi todos los gobiernos del mundo a amasar fortunas, producto
de un engaño colosal, legal y, para colmo, voluntaria y socialmente aceptado.
Es la servidumbre de la que habla La
Boetie, aquí un Uno sin carne ni esqueleto.
¿Qué decir del prestigio de las
finanzas? Platón hace de los financieros una especie entomológica. Antes que
bípedos implumes resultan insectos: zánganos pedestres, no alados, con aguijón,
el capital, que clavan a diestro y siniestro, y que sirve de arma punzocortante
que les permite hacer negocios pingües, actos grandiosos de trapecismos. En
realidad, vistos con despejo, no pasan de ser prestamistas vulgares.
¿Acaso, debido al prestige del
que gozan, los académicos de nuestra lengua no saben qué hacer con la voz
“finanza”? Luego de indicar su procedencia francesa, confiesan desconocer su
connotación, limitándose a denotarla: “relativo –dicen– a la hacienda pública,
las cuestiones bancarias y bursátiles, y los grandes negocios mercantiles”. Un
plagio del petit Robert, diccionario que ubica la cuna de la palabra a fines
del siglo XIII, la cual nace de un derivado del verbo finir que significa llevar
a término. Se trata de un true cognite del verbo finiquitar, cuyo sentido es
concluir, rematar o saldar una cuenta, pero también acabar el caudal. La
procedencia del vocablo finanza viene de finas, que quiere decir rescate, el
pago en efectivo con el que termina un secuestro. Su cortejo, las palabras
bárbaro o barbarie, provenientes del griego antiguo bárbaros, tienen acepción
doble, la original y la figurada: extranjero, por supuesto, de donde el
barbarismo de lenguaje, y lo que es rústico, cruel y violento, forma en que las
tribus de Asia arrasan con el imperio de Rómulo y Remo.
La etimología gala es
sorprendente. Coloca a las finanzas y a los financieros en un mundo paralelo al
del secuestro y sus victimarios, los secuestradores. Mientras éstos privan a
sus víctimas de su libertad, con lujo de violencia, exigiéndoles un rescate en
efectivo a los familiares del secuestrado, los financieros, amantes franceses
por demás voluptuosos, captan y prestan ajeno, pagando, eso sí, menos a quienes
les prestan, y cobrando más a quienes prestan. Matrimonio de tasas pasivas y
activas sin las que no habría ganancias, producto alguno. ¿Justifica la escala
masiva del préstamo moderno la alquimia que los transforma de prestamistas en
financieros? Difícilmente. Por eso se antojan parientes de aquel personaje de
la picaresca mexicana que administraba con éxito un microchangarro en el centro
viejo del Distrito Federal, del que se cuenta que, hastiado, decide un buen día
mudarse a París para probar una atmósfera diferente. Bastan seis meses en la Ciudad Luz para que se
vuelva apátrida. Comunica así a los amigos de barrio su determinación
inquebrantable: “No me esperen; jamás volveré –les manda decir–”.
¿La causa? Mientras aquí sus
amigos le dicen “Pancho” en vez de Francisco, y debido a su oficio, “Pancho el
padrote de la 5 de Mayo”, en París le llaman François, y por el mismo oficio,
ejercido luego de hacer de guía de turistas durante el día, François, le maître
de la sensualité.
¿Qué son los cerca de cinco
billones de dólares oficiales gastados en las elecciones federales de este
sexenio, tanto en las intermedias del 2003 como en la presidencial del 2006;
recursos federales y estatales que no toman en cuenta el costo de las elecciones de gobernadores y congresos
locales ni las de presidentes municipales y regidores, y tampoco el monto
cuantioso conseguido por los candidatos, cuyas fuentes son los propios recursos
públicos, los dineros de personajes del sector privado, aparte de los del
crimen organizado?
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