Por Patricio Marcos
G.
El dinero es una invención
maravillosa, cuya historia lleva la marca de sus presentaciones tecnológicas:
a) sea en la versión ecológica a través de productos vegetales, el cacao entre
otros; b) sea en la versión mineral y su variada gama de monedas, metales entre
los que destacan el oro y la plata –excrementos del sol y la luna, según la
sabiduría poética maya, recogida por López Austin e ilustrada por Francisco
Toledo; c) sea en su versión literaria moderna, pues cual si fuesen hojas
desprendidas de libros con formatos varios, el papel moneda lleva impresos
colores, dibujos, fotografías, nombres, signos de todo tipo y leyendas,
acompañados siempre de letras, sellos y la expresión numérica del valor del
billete; d) sea el dinero plástico, la versión petrolizada de los años sesenta
en el siglo pasado, tarjetas vueltas «inteligentes»; e) sea en su presentación
electrónica o multimedia, basada en el invento de Benjamin Franklin, dinero luminoso
y digital que conjuga, aparte de la electricidad, la telefonía, la informática
y la revolución en las comunicaciones.
El dinero es una invención
maravillosa, y como se sabe, lo maravilloso es del orden del milagro, algo que
refiere a la parte divina que hay en el animal político cuando logra superar su
estado habitual de bestia. Sin la invención del dinero –que sigue esperando un
historiador portentoso que evalúe sus repercusiones sobre el destino de la raza
humana– y sin las innovaciones constantes a las que lo ha sometido el ingenio
febril y concupiscente del hombre moderno, no habría comercio, sino trueque,
algo que si se piensa un momento no era malo, como lo demuestra aquel caso
narrado por Herodoto de las dos tribus africanas que intercambian silenciosamente
los artículos elaborados por ellas una vez al año, sin contacto ni negociación
alguna. El dinero facilita el desarrollo del comercio entre los pueblos, por
eso de él se dice que es principio y límite del comercio. ¿Cuál es su función?
El valor de uso: unidad de medida y medio de cambio.
Las finanzas son otra historia,
la parte sórdida del dinero, hijas del comercio lucrativo antiguo, el cual
rompe sus límites naturales. Para entender los efectos de la generalización de
la práctica de prestar dinero, añadiremos enseguida una definición universal de
la riqueza verdadera, ya que aquélla explica tanto la existencia de sociedades
ricas y pobres como la de sociedades rotas, divididas entre ricos y pobres. A
la riqueza comercial los antiguos la llamaron crematística, separando la
natural de la antinatural; mientras nosotros la llamamos economía, oikonómos,
término de la administración doméstica, de familias y estados.
Un contraste puntual entre la
riqueza verdadera y su corrupción lo ofrece la palabra inglesa trustworthy: la
confianza que puede tenerse en una persona o cosa debido a su carácter,
habilidad y fortaleza, pero sobre todo por su verdad, valor o estima. La
riqueza es así una cualidad del espíritu, su excelencia. Ello, no obstante la
palabra Trust, aparte de confianza, designa hoy también al fideicomiso, voz de
origen danés y modelo del gobierno de los ricos modernos, al que John Locke
dedica sus Ensayos concernientes al fin y extensión originales y verdaderos del
gobierno civil, basado en la figura de la cesión de derechos. Worth, que
refiere a lo que es digno de estima en el hombre, se ha reducido hoy a indicar
el valor del dinero. No extraña que en las Actas de Navegación de 1650
expedidas por Cromwell se confunda a la república con la commonwealth, no la
cosa pública de los romanos, sino la riqueza común del naciente imperio
oligárquico inglés, saga del holandés. Tampoco sorprende que para entender la
leyenda del dólar, In God We Trust, transportada a la divisa verde anglosajona
desde los pabellones regicidas del mismo Oliverio, se requiera traducirla por
The Trust Is Our God.
Todos los sabios de Oriente y de
Occidente, todas las comunidades sanas, a lo largo de la historia, han separado
los bienes en tres clases: en primer lugar están los del alma: sabiduría,
excelencia y placer; subordinados a ella le siguen los del cuerpo: la salud y la belleza; y al final
están los bienes externos: la riqueza material, los cargos públicos y el honor,
que por su inferioridad conviene, siempre y en todo caso, que estén gobernados
por los primeros. Esto es así porque la propiedad significa parte, y la parte
siempre pertenece al todo, a quien la produce, el hombre, y no como ocurre hoy
que el antiguo dueño se ha vuelto parte y la parte todo, metonimia que esclaviza
al hombre al poder moderno del dinero.
Antes de que nombres y cosas se
corrompieran hasta llegar a la degradación que padecemos –cantada
admirablemente en el tango Cambalache–, antes de nuestra espantosa modernidad,
la voz riqueza aludía a las excelencias individuales o colectivas de hombres y
pueblos, no a la loca acumulación de bienes externos, suplantadora del honor y
de toda virtud. Hoy, el hombre es esclavo de su propia criatura, un
Frankenstein de la progenie de Quimera, Escila y Cerbero, sólo que inanimado, a
quien el Siglo de Oro español denuncia como usurpador al llamarle Don Dinero,
no obstante ser un simple instrumento útil, no algo que genera utilidades por
sí mismo, cuando –como dice Aristóteles– el interés multiplica al dinero.
Un indicador del erotismo
financiero que avasalla a la cultura de poder de nuestros días es el invento
del inolvidable comediante Dick Van Dyke, no en su papel de director y dueño
tenebroso y funerario del banco que comparte con sus tres hijos, sino en el de
deshollinador tiznado, alegre, cantante y bailarín. Desprendido de eufemismo de
la flemática toda fuerza de gravedad, mientras toma té con el tío de Mary
Poppins suspendido en el aire de la sala, le revela el secreto del mejor
perfume para las mujeres: uno con olor a dinero. (GGR)
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